Capítulo 1 La mano de nieve

Mientras tanto, muy lejos de Venezolandia, en el centro de Madrid, había un hombre que se decía por su cuenta: ¡mi vida es un film! porque le parecía una reposición de la segunda cadena, en blanco y negro y, ¡encima!, protagonizada por alguna otra persona. ¿Por Maribel? ¿Por el comisario Torrecilla? ¿Por el doctor Carranza? ¿Por un pasajero cualquiera? Y él, ¿qué pintaba allí, si ni siquiera sabía en qué película estaba haciendo de extra?

Antes Antonio Maroto iba para genio, pero ya estaba de vuelta.

Esto no quería decir que por fin los demás pudiéramos respirar tranquilos. Conducía un taxi, componía problemas de mate en tres y había organizado el Comando Suicida del club Gambito: ¡el mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!

Circulaba sin prisa por los Bulevares, a poca distancia de las aceras, para salpicar los tobillos de los peatones en las paradas de autobús.

No sé los compañeros, se quejaba, pero en mi coche sólo se monta el español de a pie. Las señoras con paquetes, los que acaban de llegar en el tren, el que tiene la pierna escayolada…

El taxi era aburrido y el comando seguía en el ángulo oscuro, a la espera de los acontecimientos.

La verdadera acción trepidante no acababa de desencadenarse nunca y Antonio empezaba a sentirse estafado. ¡Que nos devuelvan las entradas! A ver si ahora resulta que estaba en una película de pensar. O peor todavía: ¡francesa!, porque no hacían más que hablar por hablar, ver crecer la hierba del Retiro y mirarse unos a otros poniendo caras que debían de ser muy significativas, sí, de acuerdo, pero ¿significativas de qué significados, por favor?

A él, que le registraran.

Con buena voluntad, se movía sin volverse sobre sus pasos, no fuera a tropezar con un cable; avanzaba en línea recta, como los sonámbulos, sin movimientos bruscos que le hicieran salirse de plano; y se esforzaba por recordar que no podía mirar a la cámara.

Daba lo mismo. Nunca se materializaba la prometida acción trepidante, ¡la hora que era, septiembre del 92!

Entonces fue cuando se paró a beber en una fuente, que es una de las cosas que hacen en cuanto pueden los taxistas, y en ese preciso instante estalló la noticia de última hora: Bobby Fischer iba a jugar, lo acababan de dar por la radio del coche.

¡La fórmula Omega estaba a su alcance!

Metió la cabeza debajo del chorro de agua, por si le subía la fiebre.

Al otro lado de la Castellana, al final de la cuesta de Don Ramón de la Cruz, se veía la curvatura del planeta, dibujada a mano sobre la raya del amanecer.