El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echo el brazo sobre los hombros y dijo:

- Lo siento.

- Que va -dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.

Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y todo a lo largo del camino, en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.

Cuando llegaron a la choza del viejo el muchacho cogió los rollos de sedal de la cesta, el arpón y el bichero y el viejo llevo el mástil con la vela arrollada al hombro.

- ¿Quiere usted café? -pregunto el muchacho.

- Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.

Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.

- ¿Qué tal ha dormido, viejo? -pregunto el muchacho.

Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño.

- Muy bien, Manolín -dijo el viejo. Hoy me siento confiado.

- Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae el mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.

- Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.

- Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.

Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.

El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote y eso era lo único que necesitaba para todo el día.

El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua.

- Buena suerte, viejo.

- Buena suerte -dijo el viejo.

Ajusto las amarras de los remos a los toletes y echándose adelante contra los remos empezó a remar, saliendo del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.

A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del puerto y cada uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejo atrás el olor a tierra y entro remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman el gran hoyo porque se producía una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces

debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de carnada y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos y de noche se levantaron a la superficie donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.

En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves, especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por que habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.

Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como un contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al genero femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

Remaba firme y seguidamente y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando empezó a clarear vio que se hallaba ya más lejos de lo que

había esperado estar a esa hora.

“Durante una semana, -pensó-, he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacras y acaso haya un pez grande con ellos.”

Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a sesenta y cinco y el tercero y el cuarto descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.

Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente: No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.

El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.

El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.